Mi energía equivale al decibel de unos pies descalzos caminando. Apenas puedo desplazarme y saber lo que ocurre a mi alrededor. Un millar de pendientes me persiguen como si fuera una fugitiva de los deberes: asignar trabajos académicos, explicar el cómo y por que, tratar a los alumnos como sujetos y no como objetos a los que hay que asignar una acepción numérica. Cincuenta necesidades diferentes de aprendizaje. Cincuenta emociones distintas que hay que domar si se pasan de imprudentes, una revuelta académica representada en adolescentes que apenas pueden permanecer quietos y atentos en clase.
El estrés resbala como gotas que caen del grifo, el de contener una explosión emocional de preocupación y frustración simultanea de tener mil cosas por hacer y creer que no se avanza en ninguna: preparar asamblea amateur para el lunes, organizar el periódico mural, ir a obtener la clabe interbancaria para un trámite, actualizar la orden de pago de un seguro de vida, planeación de clases, trabajar frente a grupo, realizar encuesta de diagnostico situacional del grupo, escribir textos literarios que me hablan a hurtadillas en los que una mirada escondida me dice —ponte a escribir.
Mi exceso de paciencia es puesto a prueba mientras espero mi turno en el banco portando en la mano el ticket b349 que comprueba que quizá muy en el fondo pierdo la noción de los sentidos y siento como si mi cuerpo estuviera compuesto por rejas que no pueden temblar ni convulsionarse para poder liberarse, por lo que miro sin poner atención a la pantalla que transmite los anuncios de bancomer y sus top de mil cosas, oigo a una pareja hablar de comida y muy a lo lejos un señor exigiendo su pensión con documentos del IMSS.
Los clientes del banco giran como los planetas en el ego de sus existencias que resuenan sus voces y apenas las tomo como sonido de fondo.
Salta la pantalla con la gracia de mi ticket. Olvido que mi tarjeta la guardé en la cartera y acuso a la recepcionista que ella la tenía. Clabe al fin subrayada de Hi-liter amarillo. El sol como estrella se manifiesta en papel.
Segunda visita al banco de letras azules para cobrar una orden de pago. Estoy que no resisto ni un paso, soy un sonido débil en movimiento, una bocina que hace falso contacto con el cable, pero tengo que seguir sonando. Al abrir la puerta una mujer me habla en automático sobre los beneficios de cambiar mi afore. Me recuerda cuando a veces les hablo a mis alumnos en fase terminal en un día muy pesado de trabajo.
Al ver mayor espacio y gente me aferro a una silla como asilo político que contiene un respaldo similar a un sofá. Mi espalda descansa y miro a todos lados, con una curiosidad de encontrar un estimulo visual que haga pasar más rápido el tiempo. Rezo a escondidas para que me atienda el cajero número cinco, su piel blanca y ojos pequeños provocaron que mis ojos apuntaran hacia su ventanilla. Es mi turno, ese pequeño muro de vidrio nos separa y mi deseo es una orden alineada por las estrellas de las coincidencias.
—¿Es afore o seguro de vida?
—¿Te quieres casar conmigo?— Oigo en la ficción de mi cabeza, mientras imagino como sería si comentáramos autores juntos, si se moviera en mis adentros y me volvería un instrumento musical interpretado con el largo de sus dedos, lo que provocaría una especie de concierto protagonizado por la voz del instinto.
—Ay déjeme recordar.
El caucásico teclea la orden de pago en lo que me fijo en sus dedos, medianos, chatos, un poco resecos. Los imaginé afinando mis terminaciones nerviosas. Su dedo anular lleva un anillo grande que apenas alcanzo a reparar. Durante su atención ni una sonrisa, solo saludar al cliente de la ventanilla a un lado y escucharlo decir que hoy no trajo carro.
Me descubrí queriendo llorar por unos segundos y sentir como el violín se entrecorta mientras las cuerdas de la tensión o hubieras random invadían mis adentros. Los billetes verdes y rosados rozan sus manos, mientras cuenta pienso que seguramente le gusta la banda y no ha de leer más que puros estados de cuenta y cuestiones financieras.
Rotura de corazón. El estrés se disipo como los finales de las canciones que repiten un estribillo y poco a poco le van bajando el volumen hasta que el oyente da por entendido que la interpretación acaba de terminar.
Mi energía equivale al decibel de unos pies descalzos. El intermedio laboral termina y las tripas piden clemencia. La comida de la lonchera no se antoja y decido obedecer un capricho de la cultura de masas: una hamburguesa santa fe que reconforte con sabor y abrace al paladar para subirle al volumen a la energía que los deberes han matado.
Aún me sobreviven la inspiración o cierta disciplina esporádica de escribir, el proyecto de enseñanza para enviar a Servicio Profesional Docente, terminar de enviar el diagnostico con los datos solicitados a una plataforma en linea con fecha de expiración, los que haceres de la casa, cocinar, pagar deudas, presentar la asamblea escolar y uno que me recordó el cajero del banco, el privilegio de amar a contrapelo la realidad y no idealizar.